La directiva sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad (también conocida como CS3D), aprobada por el Parlamento Europeo el pasado 26 de abril y ratificada por el Consejo el 24 de mayo, tiene por objeto establecer las normas y obligaciones comunes aplicables a las empresas que operan en la Unión Europea, en lo relativo a los efectos adversos, ya sean reales como potenciales, que sus actividades, incluidas las de sus filiales y las que conforman su propia cadena de valor, puedan suponer sobre los derechos humanos y el medio ambiente. Este objetivo representa un claro avance en el establecimiento de un marco común regulatorio en el ámbito de la diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad, asegurando así que las empresas que actúan en un mercado competitivo como es la Unión Europea, compitan en igualdad de condiciones.
Efectivamente, la directiva pretende garantizar que las empresas actúen de manera responsable, debiendo para ello identificar, prever, mitigar y reportar los impactos negativos propios de sus actividades en relación con el medio ambiente y los derechos humanos. No obstante, lo anterior, debe tenerse en cuenta que, la aprobación e implementación de la directiva que aquí se analiza, aparte de las luces que hemos visto, también tiene sus sombras.
En primer lugar, la norma comunitaria impone una serie de obligaciones a las empresas que conllevan, necesariamente, un aumento de la carga burocrática y administrativa de las compañías, lo que irá, necesariamente, acompañado del aumento de sus costes. Hablamos de nuevas imposiciones tales como, entre otras, la integración de la diligencia debida como parte de sus políticas internas junto con la supervisión de la efectividad de la misma, la prevención y mitigación de los efectos adversos potenciales, el establecimiento y mantenimiento de un procedimiento de denuncias, y la comunicación pública relativa al cumplimiento de la diligencia debida.
Por otro lado, en relación con la diligencia debida que la directiva pretende que las empresas integren como parte de sus políticas, procedimientos y actividad, no parece haber un criterio del todo claro sobre lo que deberá entenderse como tal. Parece que, al final, serán los organismos sancionadores que los Estados miembros creen al efecto quienes decidan si las empresas y sus órganos de gobierno han actuado con la suficiente diligencia debida o si, por el contrario, merecen una sanción por no haberlo hecho bajo su criterio. La diligencia, además, alienta a que el régimen sancionador sea eficaz, para lo que las sanciones administrativas que impongan las autoridades de control de los Estados miembros, deberán incluir sanciones pecuniarias.
Adicionalmente, si bien es cierto que la directiva va especialmente dirigida a las grandes empresas, e incluso regula expresamente mecanismos para tratar de minimizar el impacto directo que la aplicación de la misma pudiera tener en las empresas de menor tamaño -tales como la asistencia financiera por parte de los Estados Miembros a las pymes o la asunción por parte de las grandes empresas de algunos costes derivados de la aplicación de la Directiva en lo que pudiera afectar a las pymes-, parece probable que, precisamente, aquellas empresas de menor tamaño que formen parte de la cadena de valor de las grandes empresas a quienes va dirigida la norma europea, sean las que sufran en mayor medida las consecuencias de su aplicación.
Por último, la efectividad de la directiva puede no cumplir con lo que se espera, fundamentalmente porque su implementación dependerá, en gran medida, de las medidas que los Estados Miembros adopten a tal efecto. Y es que la directiva delega directamente a los Estados miembros la supervisión de que las empresas cumplan con las obligaciones de la directiva, (la creación/nombramiento de las autoridades de control del cumplimiento de la directiva, la supervisión de la independencia de tales autoridades de control, etcétera.
En consecuencia, cabe la posibilidad de que se den importantes diferencias en la implementación y aplicación de la directiva entre unos Estados miembros y otros, lo que debilitaría su objetivo de marco normativo común y directamente su efectividad en aquellos Estados miembros que no establezcan los mecanismos de supervisión y cumplimiento necesarios.
A modo de conclusión general, si bien es cierto que la directiva se aprueba con la intencionalidad de avanzar en el establecimiento de unas reglas comunes en materia de sostenibilidad y responsabilidad social para todas las empresas que desarrollan su actividad en un mismo mercado, también lo es que tales reglas no deberían suponer en ningún caso una desincentivación a que éstas continúen desarrollando su actividad con la misma intensidad en dicho mercado.
Tendremos que esperar a la aplicación práctica de la directiva para comprobar su acogida por las empresas.
Por Miguel Azpeitia. Asociado – Departamento Societario.
Artículo publicado en Expansión.